En el pasillo de innumerables puertas me siento realmente mareado, con una postura aparentemente rígida, pero realmente torcida. Es infinito, cambiante, impredecible; abstracto e intangible en su totalidad.
Había colores brillantes con tonalidades de ágiles recuerdos que me contaban que lo próximo que viviré es impredecible. Sin preocuparme, sigo adelante mirando todas y cada una de las puertas que se encontraban en dicho pasillo. Están por todos lados, abiertas, cerradas; con cerrojos o simplemente sin puerta. Caminando pienso lo complicado que es entender de primeras lo irreconocible, lo obtuso o vanguardista.
¿Es raro que mi personalidad se impulse a seguir mi instinto, no mi deber, mezclando doctrinas filosóficas con mi propio criterio? condicionando mi percepción por hacer aquello moralmente impuesto. Aquellos accesos rectangulares cerrados no se abrían, y reflexione sobre ello. Comprendí que los giros improvisados son buenos, necesarios; me moldean y por ello no puedo abrir, de momento, determinadas puertas. “Todo a su debido tiempo” reza un cartel en medio, supongo, del pasillo.
Una brisa inicial fue aumentando hasta llegar a un viento desagradable que traía consigo hojas de álamo. Acto seguido las puertas desaparecieron y el pasillo se quedó con un umbral tímido de luz.
¿Qué hago yo ante esta situación? ¿Qué significa esto? ¿A quién debo recurrir? Es aquí cuando aparecen los temores, aquellos que me entorpecen mi visión pasada, influencian mi presente y tambalean mi futuro, pero a pesar de ello los trabajo.
La vida son hojas de álamo, puertas y paredes. En cambio yo, individuo concreto, a veces contable y mayoritariamente abstracto solo me queda optar a la fluidez de mi cuerpo, dejar llevar mis sentimientos y saber reaccionar ante las voces que una llamada, para bien o para mal, pero tenerlas en cuenta; ellas son y serán, los cambios.
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